Cuando comprendí que la vida era temporal, pude cerrar los ojos. Entendí que la muerte es el camino para ir a casa, para convertirnos en luz y energía.
Fue a partir de ese momento que respiré por primera vez.

Abrí los ojos y miré a mi alrededor. El viento movía las hojas, los pájaros volaban alejándose del sol, el río tocaba una melodía que parecía orquestar una canción que daba vida a todo lo que estaba a su lado.
Por primera vez comprendí que todo estaba vivo y que, tal como nos vamos, otros llegan a ocupar ese lugar.
Me levanté y sentí el césped debajo de mis pies. Observé cómo se metía entre mis dedos, encajando a la perfección. Como si todo fuera una pieza de un rompecabezas infinito del que todos somos parte.
Moví los dedos. Las hojas del césped se doblaron y se movieron a mi ritmo. Di un paso. Di otro paso. Y sin darme cuenta, me alejé del río y llegué a una cabaña.
Como si se tratara de un sueño, la cabaña tenía plantas colgando de las paredes y el techo. Las enredaderas seguían cuidadosamente la forma de la estructura de la madera.
Abrí la puerta. Una sensación de paz me inundó. Había un sofá, una mesa, libros y una alfombra en el suelo. Seguí investigando el lugar.
Debajo de las escaleras había un baño con una puerta amarilla que comunicaba a una playa escondida de agua turquesa y arena dorada.
Cerré la puerta. Subí las escaleras y vi una habitación. Con solo verla, la cama te abrazaba. Tenía tantos cojines que daba la impresión de que te perderías si te acostabas en ella.
Pero no era tiempo de perderse. Bajé las escaleras y volví a abrir la puerta amarilla que estaba debajo. Al abrirla me di cuenta de que comunicaba al paraíso.
Corrí al agua y noté que las gotas que saltaban a mi alrededor brillaban con el sol. Miré al horizonte. Algo se acercaba. Parecía una lancha.
Levanté la mano para taparme los ojos del sol; esperaba poder ver con más claridad.
Sí, eran ellos. Habían llegado.
Nunca entenderé cómo ni por qué llegaron a la playa secreta. Pero ahí estaban. Acercándose cada vez más rápido a la orilla.
Salí del agua corriendo, salpicando las olas con mis piernas. Las gotas volvían a brillar con el sol. Me sequé la cara con las manos y esperé de pie de espaldas al mar.
Correr no serviría esta vez. Solo quedaba yo, o al menos eso es lo que pensaba.
En cuanto llegaran a la orilla todo acabaría. Todo volvería a ser diferente. Cerré los ojos y escuché como se acercaban.
Supe que corrían hacia mi porque las gotas me salpicaban la espalda. No quise abrir los ojos.
Esta vez decidí cerrarlos y perderme en la cama de la cabaña, perderme en sus mil cojines.
Quimera estaba aquí.
